ANÁLISIS

La nación bien, gracias

El presidente del Gobierno se arrancó hablando una hora y media de España. Demasiado tiempo para que el país vaya bien: Aznar lo arreglaba con una frase. Usted imagínese que le preguntan por la familia y se tira dos horas para explicar que su mujer le ha perdonado las amantes del club de la calceta, que la niña por fin está saliendo de la bulimia y que mañana van a recoger al chaval a la cárcel porque no le afecta la Parot. «O sea que todo va como un tiro». Y los amigos alrededor aplaudiendo de pie en plena calle: «¡Qué gestión, Moncho, qué gestión!».

Un año y tres directores de periódico después eso fue lo que ocurrió en el Debate del estado de la Nación. El presidente, con la corbata de las comuniones, masticaba el éxito porque como él mismo dijo España estaba al borde del precipicio el curso pasado; en general hay que esperar un año como poco para que un gobernante confiese la verdad. Hay algo de ese conductor de autobús que se va de la curva diciendo que hay que probar la dirección y al enderezarse mira para atrás con la camisa empapada: «Las pasamos putas, ¿eh?».

Rajoy tiene la ventaja para el observador de que gesticula en función de la importancia de la cita. En el discurso manoseaba suavemente el aire como si le estuviera dando forma al programa electoral; a veces, de tan feliz, casi le sale un chasquido Rosenvinge. Tono didáctico en la intervención y nada pretencioso, institucionalmente formal, rígido por momentos y lúbrico al llegar a Cataluña, donde se desatan las altas pasiones de Estado. Ahí despertó Duran, que cuando comprobó lo que se decía volvió a bajar la persiana de la suite (los nacionalistas le han dicho a Duran lo de abril del 31: dormirse en un régimen y despertarse en otro; Duran teme madrugar en el extranjero, por eso pone el despertador cada dos horas. En el Palace están por darle directamente una planta).

Cuando Rajoy terminó de hablar dio dos pasos hacia su escaño y los diputados del PP se pusieron en pie automáticamente. Los espectadores suelen atender a las réplicas y contrarréplicas, pero en el Hemiciclo a lo que se atiende es a la coreografía de las bancadas; su plasticidad en el aplauso, como pequeñas comanecis, y la manera que tienen de levantarse para las ovaciones. Si se produce por un ataque al enemigo, sus señorías se levantan como fichas de dominó, de derecha a izquierda y de abajo arriba, pero como la primera es Soraya no se nota mucho; si es por una promesa de tronío, como aquel recorte a los parados, se aplaude con furor respetuoso y voces de algún espontáneo de los Fabra; si la propuesta se dirige a soltar dinero, como ayer, los diputados se alzan en bloque a la manera soviética y aplauden con severidad, como aplaude la gente que hace lo que debe en plan Algunos hombres buenos. En las filas socialistas esto se estudia con verdadero estupor, y en lugar de denunciarlo lo copian sin fisuras, eso cuando no levantan cartelones con la nota (Revilla, con los nervios, enseñaría un culo).

Así iba todo cuando Rubalcaba cayó al estrado a las cuatro de la tarde. Rajoy es buen parlamentario y había medido su discurso con compás diabólico poniendo a Rubalcaba en la tesitura de mirar atrás: cuando Rubalcaba lo hace ve los recortes de Rajoy y más al fondo los suyos. Rajoy le lanza bolas altas al revés como Nadal a Federer; en el tiempo que tarda el suizo en volver a la pista Nadal piensa seis jugadas. A la gran intervención de Rajoy respondió Rubalcaba con lo poco que le quedaba: un gran mitin. Desenterró hasta la derecha como fenómeno de masas, agitó conciencias y exploró las medidas del PP con casos concretos y dolorosos; parecía un magacín de la mañana. Rubalcaba come poco o nada y se nota a esas horas. Sin papeles, con la camisa abierta hasta el ombligo, flaco y sentimental, disparó sin folios y a todas partes hasta dejar a los aspirantes a primarias exhaustos mirándose el dobladillo del pantalón. No se sabía si quería ganar el debate o el PSOE.

Lo que siguió después fue la arqueología habitual. Se agradeció que al caer la tarde, cuando los niños empiezan a acostarse, se abordase Cataluña porque es una película de adultos en la que al menos si se mira atrás se hace a lo grande, tres siglos más abajo. A Rubalcaba le sacaron tanto el pasado que bajó de la tribuna con más pelo del que subió. A Rajoy, otro pontevedrés que cruza el Cabo de Hornos tras los hermanos Nodal (según me apunta el historiador Ramón Rozas vía móvil; yo escribo en Madrid sostenido por una red cultural instalada en Pontevedra como los costureros chinos de Gomorra), le desenterraron hasta el Faro de Vigo del 83, que aún lo seguía dirigiendo Cunqueiro desde la tumba. Sobrevoló la imagen de ese linotipista con el mono puesto viendo que tenía que bruñir el lingote con «hijos de la buena estirpe».